Man
Regresa del olvido, en el décimo aniversario de su muerte, y con motivo de la traslación de sus restos al reposo de su deseo, Man, el alemán de Camelle. Pero su memoria resucita, además, en un momento en que su mito da pábulo a la reflexión y pone sobre el tapete aquello de que el más rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita.
La condición sine qua non para tratar de asomarse al universo Man es haber estado alguna vez en Camelle. Quedarse es el primer impulso de cualquiera que se inicie en la admiración al rincón más agraciado de Camariñas. A partir de ahí, el propio hermetismo del cenobita se encargó de convertir su historia en leyenda. Que si era de familia pudiente, que si truncó un prometedor futuro como pastelero, que si enloqueció por el amor no correspondido de una maestra de escuela, que si se murió de pena por el chapapote... Lo cierto es que su desaparición lo convirtió en lo que nunca quiso ser. Un icono. La víctima de una tragedia a la que solo le faltaba un cadáver.
Excéntrico, ermitaño, marginal. Protagonista, por decisión propia, de una vida ajena al corsé de la civilización. A todos nos evoca el desequilibrio mental. Pero –confiesen sin rubor–, ¿quién no ha sopesado en más de una ocasión dejar de ser un Manfred Gnädinger cualquiera y echarse al monte? ¿Cuántas veces se han repetido para sus adentros: “dan ganas de mandarlo todo al carajo”?
Basta poner la radio a primera hora, asomar la nariz a cualquier periódico, conectar la tele y contemplar a un señor de Pontevedra –de señora “nada gallega”– macerando las uvas en salmuera de ricino para que te entren impulsos de resetear.
Sospecho que en muchos pisos, en muchas jaulas de cemento, no muy lejos de aquí, viven cientos de alemanes de Camelle, con la esperanza tiritando bajo un taparrabos, el espíritu desaliñado y la existencia oculta entre eternas melenas y barbas. Anacoretas que emplean la camisa y los zapatos como escudos, como un disfraz para huir de la compasión ajena, y que en el fondo –o no tan en el fondo– solo desean que el mundo les deje mascar tranquilos sus propias miserias.
Man tuvo un privilegio envidiable: escogió su propia crisis, se la fabricó a medida y la gestionó a su antojo. Si fue feliz o no, solo él lo supo. Aquí y ahora, amigo Gnädinger, las crisis nos las sirven ya precocinadas.
