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El currículum de todos

Me debato entre la ternura de Fofito y los cómicos enumerando los méritos patrios en ese que llaman currículum de todos y el oscuro deseo de que en un par de días el mundo se vaya a freír espárragos.

No sospechen de tendencias suicidas –u homicidias, que según el caso se presentarían más apetecibles–; es simple acumulación de enfados, decepciones, injusticias y horrores varios. La cosa no pinta bien. Por más que uno haga ejercicio de optimismo mientras se toma el café por la mañana, cada vez cuesta más forzar la sonrisa.

Sabemos que motivos para la esperanza hay. Siempre. Pero parece que verlos es más difícil cuando alrededor todo es de un gris ceniciento que mancha. Tiñe el cielo, las caras, las miradas, las palabras. Por eso los puños se aprietan y las gargantas se contienen para no gritar en vano el hartazgo, la vergüenza ajena, el desprecio. Para no alimentar la indignación del que tenemos al lado, que ya lucha contra sus propios demonios.

Los comediantes nos hablan de un pasado glorioso. Genios de las letras, artistas, reyes del deporte. De riqueza cultural y excelencia académica. De humor. Nos piden que no olvidemos que somos más fuertes de lo que creemos y más listos de lo que pensamos. Que nos nos dejemos abatir por quienes nos dicen desde fuera que no valemos, que no lo hacemos bien. Y queremos creerles. Pensar que lo que hemos sido es tanto como lo que podemos llegar a ser. Y mandar a Merkel, a las agencias de calificación, a los tiburones de los mercados y a los mandamases de la economía mundial a tomar viento fresco. Somos un pueblo grandioso.

La cuestión es qué hacer cuando son los nuestros los que nos quitan la ilusión. Los que nos niegan las posibilidades, condenándonos a exiliarnos para sobrevivir, obligando a quienes merecen descanso a cargar con el peso de la familia, sentenciándonos a dividirnos en ciudadanos de primera y de segunda. Los que nos roban, nos engañan, nos maltratan. Los que se burlan. Gobernantes sin escrúpulos y jefes sin alma. Por ellos y por el infierno que son capaces de desatar, en un país o en una oficina, el fin del mundo que algunos piensan que vaticinaron los mayas no parece tan mala opción. De ser cierta la profecía, más de uno no dudaría en soltar la bilis acumulada y acabar sus días sin la tensión en la espalda y la úlcera de estómago. Liberado de rencores. Al fin.

La mayoría, sin embargo, aprovecharía cada segundo con sus seres queridos, disfrutando el momento y sonriendo otra vez. Supongo que solo por eso merece la pena que los mayas se equivocasen y que Fofito y compañía nos recuerden que, por más que lo intenten, no podrán con nosotros.