Y LA VIDA SIGUIÓ
Imaginaba una suerte de viaje en el tiempo. Quizá unos segundos estremecedores de luces temblorosas seguidos de un apagón. El fundido a negro de las películas. Y al regreso de la imagen, un panorama en blanco y negro, un violín melancólico y el mismo gesto de resignación repetido en cada rostro.
Pero no. La confirmación de los peores augurios llegó entre paseos vespertinos, fotos que inmortalizaban la escapada de fin de semana y cañas frente a la pantalla en la que Cristiano lucía palmito vestido de rojo y verde.
No nos paralizamos. No hubo llantos ahogados ni familias reunidas en torno a la televisión con las manos entrelazadas. Tampoco surgieron las manifestaciones espontáneas. Una masa clamando contra las mentiras y la incapacidad. Simplemente, la vida siguió.
Porque así es como tenía que ser. Un instante para asimilar la noticia y enseguida la vuelta a la realidad de la colada, la merienda de los niños, la sesión de cine de las ocho. Puede que ya nada nos asuste. Ni los vaticinios cada vez más negros de los analistas, ni las reprimendas de los que mueven los hilos en Europa, ni el discurso catastrofista con pinceladas de propaganda electoral de los partidos.
Puede que estemos decididos a no dejarnos intimidar. Valientes. O inconscientes –quizá deberíamos correr a esconder lo que tengamos–. Puede que hayamos comprendido que nuestras pequeñas batallas diarias son las que nos mueven. Y que seguirán ahí a pesar de que ese universo económico al que no pertenecemos se resquebraje y sus esquirlas caigan sobre nosotros.
Rescate. Línea de crédito. Ayuda. El nombre no importa más que para proteger el ego de quienes se resisten a reconocer la derrota y buscan piruetas del lenguaje. Una cantidad que prácticamente se escapa a nuestro entendimiento. Sí entendemos que no será para nosotros. Para recuperar nuestros empleos, mantener la calidad en los hospitales y los colegios, reabrir los centros sociales. El dinero correrá por las tuberías del entramado bancario sin que lleguemos a saber cómo. El salvavidas se lo han lanzado a otros.
Nuestra única preocupación deberá ser que esos sepan hacer buen uso del préstamo. Que no nos veamos obligados a pagar su deuda con lo que todavía nos pueden quitar. Aunque quizá incluso para eso estemos preparados.
Probablemente hayamos desarrollado una capacidad de superhéroe para imponernos a casi cualquier cosa. Y si llega ese día fatal no faltará un rato con los amigos, una tarde en el parque, un libro esperando en la mesilla de noche. La vida seguirá. Porque no tenemos otra.
