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Pedagogía y política

En una reciente entrevista le planteaban al director general del grupo Magisterio Español, José María de Moya, cuáles serían, a su juicio, los aspectos más positivos y más negativos de las políticas educativas llevadas a cabo por las comunidades autónomas. Entre los últimos señalaba el exceso regulatorio de éstas, el miedo a la libertad que ello esconde y el inconfundible rastro de ineficiencia que deja.

Entre las políticas positivas se quedaba especialmente con tres: con el respeto a la libertad de las familias en Madrid; el respeto a la profesionalidad de los docentes en Castilla y León, y el respeto a la autonomía de los centros en Cataluña.

Hablar de la educación madrileña –concretaba- es hablar del distrito único; de favorecer la diversidad con la apertura de más de sesenta nuevos colegios concertados. Como hablar de la educación en Castilla y León es hablar de los planes de éxito que la han llevado a ocupar las primeras posiciones en casi todos los indicadores. Por último, también merecía su reconocimiento la ley de educación de Cataluña por haberse atrevido a dar verdadera autonomía a los directores de los centros.

En Cataluña, como se sabe, el presidente Mas ha formado nuevo gobierno y confirmado en sus puestos a buena parte de los consejeros. Entre ellos, a la responsable de Educación, la profesora y psicóloga Irene Rigau, más conocida en estos lares por sus desplantes al ministro Wert que por las políticas educativas en aquella comunidad. Pero quienes se mueven más cerca de éstas no hablan mal de ella.

Con todo, la consejera Rigau tiene un problema no pequeño: que cuando se cruza el cable nacionalista pierde no poca de su ganada credibilidad en los aspectos estrictamente pedagógicos. La llamada “inmersión lingüística” es, por ejemplo, innegociable. Casi no se puede hablar de ella, salvo para su ratificación y enaltecimiento.

Ya pueden decir las leyes y los tribunales lo que quieran, que la enseñanza en catalán y sólo en catalán es intocable. Lo cual como sistema de general aplicación no deja de ser en ocasiones un absurdo. Porque la inmersión es simplemente un método intensivo para aprender una lengua que se ignora. Y porque me imagino que al niño de lengua familiar catalana que llega a la primera enseñanza tal vez lo que mejor le pudiera venir sería una inmersión en castellano, habida cuenta que la llamada “lengua propia” ya la habría aprendido a nivel elemental en casa y en su entorno de origen. Y exactamente podría decirse lo mismo de la situación inversa.

Pero, como digo, cuando se cruza el cable nacionalista en ocasiones padece la elemental lógica de las cosas. Lo cual, por otra parte, viene a confirmar que la cuestionada inmersión no responde precisamente a criterios pedagógicos.