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Nos movemos por impulsos. Acciones arbitrarias. Las pasiones nos empujan desde la absoluta indiferencia a la crítica feroz. Abrazamos movimientos y nos embarcamos en cruzadas por las que antes ni pestañeábamos. Algo se enciende en nosotros y pasamos de observadores a actores. Y, siempre, a opinadores. Entonces no hay nada a salvo de nuestra furia. Solo es necesario un clic. Suele ser la muerte.

La muerte lo cambia todo. Una broma telefónica se convierte en homicidio. Apenas alcanzaba la categoría de anécdota. Una gracia tosca, pueril; ni siquiera original. Hasta que, aparentemente, provocó un suicidio. La historia de la que apenas unos pocos habían sabido se convirtió de pronto en causa de indignación internacional. Los responsables de la ocurrencia ya eran delincuentes. Se piden sus puestos de trabajo, el cierre de la emisora, la prohibición de las parodias radiofónicas. Todo cuanto se pueda reclamar.

Medimos la trascendencia de los actos en función de las consecuencias. Para bien y para mal. El acoso escolar no es más que una tontería entre críos hasta que se encuentra la nota de un chaval desesperado junto a la vía del tren. El desahucio no pasa de desgracia lejana hasta que hay víctimas imposibles de ignorar. Y se produce una reacción ciudadana. Y un compromiso político que dura lo que el impacto del suceso más reciente. Pero que en su euforia produce cambios.

Parece que se legisla por arrebatos. Los delitos son más graves cuando hay una tragedia de por medio. O un escándalo. La aparición de imágenes íntimas que tantas veces había alimentado nuestra curiosidad morbosa impulsa un endurecimiento de las penas cuando la víctima es un cargo público. El crimen por despecho que acaba con la familia de una menor llorando su pérdida reactiva el debate sobre la edad de consentimiento sexual.

Arreones de espanto, incluso histeria por momentos, que llevan a la sociedad a escupir juicios y condenas. Internet es un hervidero de acusaciones con el amparo de la masa y la impunidad del ciudadano anónimo. Ahora son dos locutores responsabilizados de la muerte de una enfermera. No hace tanto, también en el Reino Unido, fue un político tachado de pederasta. Impulsos que promueven linchamientos públicos y que hacen caer en decisiones irreflexivas a quienes deberían garantizar la razón.

Tiene que haber un término medio entre el arranque y la indolencia. Solo tenemos que encontrarlo..