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Decía el escritor uruguayo, Eduardo Galeano, que nunca antes habíamos sido engañados por tan pocos. Sus palabras invitan a una profunda reflexión, sobre todo para analizar lo que sucede en el entorno europeo.
Últimamente, muchas de las decisiones que se toman en Europa se venden como si fueran verdades absolutas, irrefutables. Oponerse a ellas  –aunque sea con argumentos legítimos– trae consigo ser tildado de euroescéptico. O lo que es peor: de antieuropeo. Pero algo huele a podrido cuando los poderes políticos tienen que ocultar algo.
Dicen que el Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversión (TTIP) que va a ser la gran panacea para la UE. Su salvación definitiva. Probablemente los mexicanos no opinen lo mismo de su tratado, es decir, del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que el gobierno de Carlos Salinas de Gortari firmó en 1992.
Las evidencias indican que el nivel de vida en el país azteca no mejoró, de hecho empeoró. Las “promesas” hechas en su día se esfumaron, desaparecieron, nada queda de ellas.
El país se convirtió en una realidad distinta, una realidad en la cual las transnacionales campean por sus respetos.
Los tratados de libre comercio deben ser cogidos con cautela, sin falsos triunfalismos, no hay que olvidar que están diseñados para favorecer a las grandes empresas. Hace meses que una comisión de expertos de la UE y de EEUU está trabajando en secreto sobre el futuro tratado Euro-atlántico. Para empezar, toda negociación secreta es automáticamente sospechosa; nada que se haga a espaldas de los pueblos puede ser limpio. Si fuera así, las cosas se harían con luz y taquígrafos. A estas alturas  nadie sabe lo que se está negociando. Además, el equipo negociador –lo cual es muy grave– no representa a los ciudadanos. Nadie sabe cómo fue nombrado, ni que procedimientos se utilizaron.
Lo que se está haciendo es antidemocrático. No se puede dilucidar algo tan comprometido, tan decisivo para la vida de los ciudadanos europeos –y también norteamericanos– con semejante nivel de secretismo.
Muchos politólogos opinan que el tratado de marras es un ataque frontal no solo a la democracia, sino también a los avances sociales. Una especie de caballo de Troya que acabará sepultando definitivamente los Estados del bienestar construidos en Europa.
El tratado solo defiende los intereses de los grandes oligopolios dejando fuera a las pequeñas y medianas empresas. En definitiva, dejando indefensos a los ciudadanos.
Dada la opacidad con que se llevan a cabo estas negociaciones, la sociedad no puede tener una verdadera visión sobre los pros y los contras de tales acuerdos. Por lo tanto, queda automáticamente inhabilitada para construir una corriente de opinión, de análisis, algo que pueda oponerse a ciertas cláusulas.
Se dice que el tratado afectará los sistemas públicos de salud, el medio ambiente, las leyes laborales de cada país, etcétera, en definitiva, parece que hará desaparecer por completo todos los derechos y avances sociales que se habían logrado conseguir en los últimos cincuenta años. Es como eliminar de un plumazo todo lo anterior.
Prueba de ello es que las empresas transnacionales van a tener un poder ilimitado, un poder omnipotente y omnipresente, un poder dictatorial, tanto que podrán demandar a los Estados en los tribunales de arbitraje privados, que serán los encargados de resolver este tipo de conflictos.
Las normas que salgan del TTIP prevalecerán sobre las demás leyes, es decir, se pasarán por el arco del triunfo las constituciones nacionales y los tribunales de justicia ordinarios. Por tanto, los grupos económicos tendrán luz verde para exigir a los Estados la devolución de sus inversiones, más los intereses que  generen, podrán incluso ser indemnizados por supuestas pérdidas o lucro cesante.
Si las multinacionales van a gozar de tal impunidad, sin duda, será el principio del fin de la democracia. O lo que queda de ella. Los procesos electorales no tendrían ningún sentido, puesto que el poder quedaría en manos de unos grupos, ¡dioses del Olimpo!