¡Participemos!
Con las campanadas de medianoche, arrancaba la carrera electoral para el cambio de alcaldías o comunidades en nuestro país. Serán unas elecciones interesantes. Después del marasmo al que estábamos acostumbrados, renace el brio del votante, que tiene opinión, criterio y sabe que su voto determina un parecer, y una forma de hacer política. Este es un año de carreras. Elecciones autonómicas, locales y generales.
El voto popular es el proceso por el cual los ciudadanos ejercen su derecho a elegir. Lo bueno de las actuales democracias es que se tiene en cuenta la opinión de todos. O al menos de todos los que hacen uso de la democracia. Nos da el derecho de que exista alternancia.
En la cultura represora, la vida no da sorpresas. Sólo da disgustos. De la misma forma que el pez nunca podrá tener conciencia del agua, el sujeto del mandato nunca tendrá conciencia de la cultura represora que lo atrofia por dentro y lo esteriliza por fuera.
Quien ha nacido en democracia, piensa que siempre fue así. Ello, porque, aunque tiene raíces muy profundas en la historia, nuestra democracia no existió desde siempre. Por eso es importante reconocer el esfuerzo de nuestros antepasados en fortalecerla.
Pocos términos se usan con más frecuencia en el lenguaje político cotidiano que el de participación. Y quizá ninguno goza de mejor fama. Aludimos constantemente a la participación de la sociedad desde planos muy diversos y para propósitos muy diferentes, pero siempre como una buena forma de incluir nuevas opiniones y perspectivas. Es una invocación democrática tan cargada de valores que resulta prácticamente imposible imaginar un mal uso de esa palabra.
La participación suele ligarse con propósitos transparentes y casi siempre favorables para quienes están dispuestos a ofrecer algo de sí mismos en busca de propósitos colectivos. Claro que la idea del “ciudadano total”, ése que toma parte en todos y cada uno de los asuntos que atañen a su existencia, no es más que una utopía, porque tan imposible es dejar de participar –aun renunciando se participa–, como tratar de hacerlo totalmente.
La verdadera participación, la que se produce como un acto de voluntad individual a favor de una acción colectiva, descansa en un proceso previo de selección de oportunidades. Como dijo Fernando Savater “la política no es más que el conjunto de razones que tienen los individuos para obedecer o para sublevarse”.
La democracia requiere siempre de la participación: con el voto y más allá de los votos. No siempre se configuró asi. En 1795, Kant repitió:”la democracia es necesariamente un despotismo, porque las multitudes no están calificadas para gobernar con la razón sino con sus impulsos”.
Entre los antiguos no cabía ni remotamente la idea de que todas las personas fueran iguales ante la ley, y que tuvieran el mismo derecho a participar en la selección de sus gobernantes. No todos gozaban de la condición de ciudadanos. Era necesario haber nacido dentro de un estrato específico de la sociedad, o haber acumulado riquezas individuales, para tener acceso a la verdadera participación ciudadana.
Para que la democracia se haya convertido en un régimen de igualdad y de libertad para todos los seres humanos, sin distinción de clase social, raza o sexo, hubo que recorrer prácticamente toda la historia hasta ya bien entrado el siglo XX. Pero las prácticas de gobierno no se entenderían cabalmente, sin el doble concepto de responsabilidad pública.
Si los reyes soberanos sólo respondían ante Dios, los representantes políticos de un Estado moderno han de responder ante el pueblo que los nombró.
Los votos no conceden autoridad ilimitada, sino la obligación de ejercer el poder público en beneficio del pueblo. De acuerdo con la formulación clásica de Abraham Lincoln, es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Por eso los regímenes democráticos deben ser un esfuerzo continuo por hacer más responsables a los gobiernos frente a la sociedad. ¡Participemos!
Emma González es abogada
