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Rescato de YouTube el vídeo de los diputados franceses entonando con patriótica devoción La Marsellesa en el duelo nacional de noviembre de 2015 después de los atentados terroristas, un ejemplo de cómo una nación se sobrepone al dolor desde la unidad. En Francia, la política se detiene ante la tragedia y el Estado se impone sobre las siglas partidarias. 

En España, en cambio, las catástrofes –naturales, humanas o económicas– no generan sentimientos de unidad, sino de confrontación. Cada desgracia se convierte en un campo de batalla. Ocurrió con los atentados del 11-M, con la crisis financiera, con el desastre del Prestige o con los incendios de verano. Y ha vuelto a ocurrir con la dana de Valencia de 2024, cuyo primer aniversario sirvió más para ajustar cuentas que para aprender lecciones.

Aquel día el agua arrasó infraestructuras, anegó pueblos, destrozó economías, dejó muchas víctimas y la respuesta institucional se convirtió en una disputa partidista. Gran parte de la opinión publicada señaló al presidente de la Generalitat como el único culpable por su “absentismo” y dejación de funciones en la catástrofe que costó la vida a 229 personas. Los gritos de “asesino” y “cobarde” que se oyeron en el aniversario estaban fuera de lugar –Mazón puede ser un inútil, pero no es un asesino–, aunque reflejen también el sentir de familiares de las víctimas y de una parte de la opinión pública que legítimamente exige responsabilidades al gobierno autonómico y a su presidente.

Pero también es obligado recordar que la gestión de los daños de una dana de esa magnitud excede las competencias y posibilidades regionales. En un país vertebrado, el Gobierno central habría actuado de inmediato movilizando recursos y fuerzas del Estado, y acompañando a los valencianos en su tragedia. Nada de eso ocurrió, la respuesta fue lenta, politizada y las ayudas siguen llegando tarde.

La catástrofe de Valencia es como el espejo que refleja nuestra falta de madurez política. Mientras los diputados franceses cantan su himno para reafirmar la unión ante la adversidad, en España cada tragedia se convierte en una oportunidad para desgarrar más la convivencia. Muchos dirigentes carecen de sentido de Estado y anteponen el cálculo electoral y su ideología a la solidaridad en la desgracia.

Queda la figura del Rey que siempre recuerda la necesidad de la unidad y el respeto institucional. Pero su voz, aunque simbólicamente poderosa, no basta. Sin un compromiso real de colaboración entre administraciones y sin una ciudadanía que les exija menos ruido y más coherencia, España seguirá tropezando en la piedra de las acusaciones cruzadas.

La lluvia desbocada de Valencia no distinguió entre izquierdas y derechas y mientras solo se sigan buscando culpables, se nos escapa lo esencial: que sin unidad no hay Estado, y sin Estado no hay futuro.